La ficción no es inocente. Educa, transmite ideologías, difunde éticas y morales. No existen las narraciones asépticas. En un relato, contado en el medio que sea, un escritor plantea una situación, propone un dilema que hay que resolver, o presenta unos personajes y los fuerza a evolucionar. De la resolución de los conflictos se extraen moralejas, que pueden ser tan simples como "el bien gana al mal" o tan irónicas como "no existen las respuestas fáciles".
La moraleja es parte del "fondo" del relato, que está formado por las ideas y los conceptos, la información y los argumentos a favor o en contra de la idea principal. Todo lo que se encuentra a su alrededor es la "forma": la decisión de adelantar o retrasar un acontecimiento, de detallar u omitir un suceso, de ordenar unas situaciones de una u otra forma, las palabras elegidas, los diálogos... Ésta se utiliza para mostrar el fondo según las intenciones de su autor, que puede querer expresarse de una manera comprensible, o críptica, apasionada, etc.
En el cine, la forma también incluye la banda sonora, el tipo de planos, los actores... En el cómic serían los elementos del dibujo: el estilo de la línea, las composiciones, la distribución de página, los cortes entre viñetas, el color...
Se puede disfrutar de una obra de arte fijándose únicamente en criterios formales, pero es algo que no me termina de convencer porque es un análisis superficial. Lo estético es sólo una capa externa que rodea el verdadero cogollo del proceso de comunicación entre emisor y receptor. Son los elementos éticos y culturales los que hacen de un relato algo valioso, el principal motivo por el que un autor siente la necesidad de comunicarse con su público. No se trata sólo de disfrutar con el aspecto externo (de "entretenerse" a secas), sino también de aprender información interesante, reflexiones intelectuales, lecciones morales, etc.
Todo esto viene a cuento de que el contraste entre forma y fondo me parece tremendo en Marvels. Este cómic de hace ya 20 años exploraba a los ciudadanos de a pie del universo de ficción de Marvel, caracterizados por el eterno sambenito de temer y odiar a sus superhéroes. A lo largo de sus alrededor de 180 páginas, Kurt Busiek y Alex Ross nos muestran no sólo cómo éstos pasan de la admiración al miedo y de la desconfianza a la adoración, sino también su confusión al no saber distinguir los héroes de los villanos ni a los queridos superhéroes de los repelentes mutantes. De entre todas estas personas destaca Phil Sheldon, un fotógrafo obsesionado con estos héroes (a los que llama "prodigios", "marvels") que pasa toda su vida intentando entender el significado de sus hazañas.
El problema es que Busiek se dedica a discutir el sexo de los ángeles. Sus reflexiones (las de Phil Sheldon) sobre los héroes y la incomprensión que sufren son aplicables únicamente dentro de este universo de papel y no encuentran ninguna equivalencia en nuestro mundo. Como lectores, ni se nos echa nada en cara ni se nos hace reflexionar sobre ninguna realidad a nuestra alcance. O al menos prefiero pensar que Busiek no tiene en mente transmitir un mensaje, porque la evolución del protagonista, desde la inseguridad a la admiración y de nuevo a la inseguridad hacia estos personajes de colores brillantes, no sería nada ejemplarizante.
Phil Sheldon, como el personaje débil que es dentro de la historia, comienza aceptando su lugar entre los últimos eslabones de la escala social. Asume su inferioridad y su papel de simple espectador. No intenta ponerse a la altura de sus ídolos ni arrebatarles su puesto en la élite. Ni siquiera los toma como modelo a imitar para realizar él buenas acciones en la medida de sus posibilidades. Phil Sheldon representa una de las sumisiones al statu quo más exageradas que ha habido en un cómic, una sumisión donde su único margen de iniciativa y creatividad consiste en mercantilizar la existencia de estos superhéroes publicando recopilaciones de las fotos que les ha hecho.
Prefiero pensar que Busiek no pretendía transmitir ninguna actitud ante la vida a creer que el párrafo anterior son sus verdaderas intenciones. Esto quiere decir entonces que nos encontramos con un cómic sin significado, y esto choca no porque se le exija que tenga uno, sino porque este cómic aparenta las pretensiones de ser profundo. Intenta parecer algo diferente al resto, algo superior a la media. No es una peleílla de buenos contra malos, sino una épica búsqueda del valor del superheroísmo, un intento de honda racionalización que sin embargo fracasa.
Marvels ha encandilado a los lectores durante años en realidad gracias al estupendísimo envoltorio que cubre todo este vacío. Por una parte, Busiek y Alex Ross se apartan de la dirección artística predominante de los molones años 90 para acercarse al candor y la ingenuidad que ahora vemos en las primeros décadas de la editorial. Por el otro, trufan este cómic de interminables huevos de pascua destinados al grupo de coleccionistas fieles a los cómics Marvel.
Un lector poco entrenado seguramente no pueda apreciar el encomiable esfuerzo de estos autores por imbricar los cuatro números dentro de las tramas argumentales de la historia de Marvel. Que se desubique, qué remedio, algunos relatos no pueden estar obligados a subordinarse al gran público. Ese lector puede que no le encuentre la gracia a descubrir que el cartero Lumpkin fue pretendiente de Doris, al peluche de Xemmu que sujeta una niña o a ver a Danny Ketch descrito como "un niño normal"; puede que no se dé cuenta de que Clark Kent asiste a la rueda de prensa de la Antorcha Humana o que la Merry Marvel Marching Society vitorea en la boda de los Cuatro Fantásticos. Todos este tipo de detalles son suculentos regalos destinados únicamente al Fiel Creyente que disfruta con los guiños, las curiosidades y otros tipos datos inútiles.
Busiek desarrolla un guión complejo en lo que se refiere a detalles y referencias, pero la verdad es que no puede evitar que le eclipse el genio de los pinceles que le acompaña. Las depuradas pinturas de Alex Ross se mueven en un estilo poco habitual dentro del cómic americano mainstream, pero no es sólo eso. Llama la atención por la originalidad, pero también por la inteligencia con las composiciones de página, con el color, la iluminación, las posturas de los personajes, su gestualidad, el vestuario, los fondos... Hay un irónico efecto no buscado que es de los mejores elementos de este cómic. Mientras que el estilo casi fotográfico de Ross intenta bajar a los superhéroes a nuestra altura y darnos un punto de vista más costumbrista, lo cierto es que por su estatismo y sus imponentes posturas éstos más bien parecen esculturas de dioses antiguos. Lo que consigue de hecho es que la separación entre superhéroes y personas normales crezca aún más. Los devuelve a su esfera de seres superiores de la que es difícil sacarles.
Si Marvels escapa de la irrelevancia es porque se trata de un trabajado fanservice hiperbólico destinado al exclusivo club de acumuladores de cómics de superhéroes... y no es una crítica negativa. El problema viene cuando debajo de todo este gran pasatiempo no existe un poso que le dé sabor, cuando no hay realmente ninguna historia que contar.
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